domingo, 10 de mayo de 2009

Conferencia

La hora elegida para la conferencia era pésima. A las cuatro de la tarde sólo podía suplicar cafeína pero no me quedaba tiempo y mi salud ahora se toma estas cosas muy mal, teníamos que empezar ya. Nos acomodamos los tres; de izquierda a derecha: Natalia, una chavala dulcísima que era la que organizaba el acto; Lluís Andrés, otro escritor como yo, un poeta que hace años que no firma una línea. Huelga decir que el último era yo, el canoso de pelo largo que más hacía el gilipollas. La charla (porque las conferencias se hacen sobre un punto concreto ¿no?) era bastante libre por no decir que era un divague, que queda mal. Se supone que debíamos hablar de literatura, ¿pero qué podemos decir a estas alturas sobre la literatura? Hace más de diez años que nos olvidamos de reinventar esto y aquello, para nosotros es lo de siempre. Siempre es nuevo, pero es lo de siempre. En cualquier caso, lo que haríamos sería soltar una buena tunda de aforismos y sentencias, lo más densas posibles. Les diría algo así como que la literatura era para mí un lago perdido en un valle encarnado en mi mente. Este truco lo aprendimos con Lluís hará ya unos veinte años cuando éramos nosotros los que nos comíamos las preguntas antes de soportar el ridículo público de los poetas (porque lo hacían, sin ningún tipo de escrúpulos). Estos actos siempre fueron una patraña, más o menos necesaria, pero una patraña al fin y al cabo.

Comenzamos. No sé que dijo Natalia, aunque fue sobria. Si volvían a hacerme una presentación tan lameculos como la última vez, me volvería a largar, a mis años ya no quiero soportar tonterías.  Empezó Lluís hablando de los poemas que escribía hace diez años, cómo estos le perseguían por lo que tuvo que dejarlos en paz. El tío estuvo a punto de volverse majara. Iba contando las sílabas a todo el que hablaba, analizando cada figura retórica, dándole vueltas a sus poemas... Fue un cobarde, pero era un poeta. Es probable que le tuviera algo de envidia, yo había dejado de escribir poesía hacía aún más tiempo, no sé si por miedo o por vértigo, pero lo dejé. Eran “conmovedoramente malos” mis versos, como le dijo Oviedo a Cortázar. Mierda, eran jodidamente malos la mayoría, pero conservaba algunos con cariño. Cuando terminó de hablar el profesor Andrés (creo que le molestaba que le llamara así, aunque me da igual) empecé a soltar una serie de ideas que se me iban ocurriendo a medida que hablaba. Natalia me miraba a veces riéndose y otras veces con ganas de arrojarme un zapato. Si vivía de las palabras, tenía que saber aprovechar esa virtud. ¿Sabes que te puedes tirar horas y horas preparando una triste ponencia de cualquier gilipollez? No sé si lo entiende, pero eso para mí es muy valioso. El tiempo corre muy rápido como para que lo arroje al mar (o a un auditorio semivacío), me parece obsceno, así que desde ayer (para el público asistente o los cuatro gatos que vinieron que es lo mismo) solo leo novelas cortas o relatos. La poesía es un ejercicio tan fatuo como una novela larga, por consiguiente, paso de ellas. Tenía que decir algo, y fue lo primero que se me ocurrió.  Eso y que la poesía española de vanguardia era de guardería. Esto último aún me lo planteo. Borges se cagaba en la mitad de los géneros literarios y nadie le decía nada, aunque él lo hacía con más clase que yo. De todas formas no pude evitar sentir cierta tristeza al mirar en mi bolso los cantos de Pound y una novelita de quinientas páginas de Céline. Daba igual, sabía que mañana los críos apenas recordarían la mitad de lo que dije, se quedarían con las veces que dije que Cela era una mierda o que Vargas Llosa era una mierda o que los vanguardistas no sabían sacar la nariz de su culo. Al terminar, me aplaudieron más que a Lluís, no me preguntaron nada y nos fuimos a cenar. Mientras Natalia conducía, pensé en el rostro atónito de los chavales: son fácilmente impresionables.


Tengo una duda que me ronda: ¿la impresionabilidad es contagiosa? Se supone que tengo que ser un hombre maduro, consecuente, más frío (si cabe) pero no pude evitar una sensación de extrañeza e incluso de cierto orgullo pueril cuando me desperté con Natalia. No sabía cómo tratarla, joder, no soy Nabokov. Habían pasado muchas tías por este cuarto, pero si no se iban de noche, se largaban en cuanto se despertaban. Eran reglas no escritas, pactos tácitos. Pero ahí estaba ella, estirando su sueño en mis sábanas sin pudor y yo no sabía si preparar café o salir corriendo. Bajo ningún punto de vista me la quedaría mirando cómo dormía.


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