El frío: el libro pretende (si es que los libros tienen pretenciones) ser autobiográfico, aunque, para variar, desconfío. O simplemente es otro tipo de ficción llamada "memorias", lo que la convierte no en un conjunto de recuerdos, sino en el recuerdo de unos recuerdos puestos por escrito, literaturizados, diríamos. Pero digamos memorias. Estas memorias están ambientadas en el período de posguerra en Austria, pero no son unos relatos de lo mal que lo pasaban todos. No. Es un relato sobre lo mal que él lo pasaba. Sus motivos son bastante convincentes: estaba internado en Grafenhoff, una clínica a las afueras de la ciudad (no recuerdo cuál) en la que se trataba a los enfermos de pulmón. Aclaro: enfermos de pulmón = Grafenhoff = (o casi) Tuberculosis=Muerte. Es decir, el protagonista se encuentra en una especie de antesala de la muerte, rodeado de potenciales cadáveres en un corto período de tiempo. Con dieciocho años, con su madre muriendo por un cáncer de matriz y con el reciente fallecimiento de su abuelo, sus expectativas no son excesivas, y esta amargura mancha todas las páginas de El frío, páginas plagadas de enfermedad, muerte y literatura. Y a pesar de la brevedad del libro la atmósfera es densa, los pensamientos son misántropos, desesperados y no hay puntos y aparte, lo que contribuye a cargar aún más al libro de ese halo de pesimismo. Eso sí: aunque el protagonista tenga dieciocho años la voz que se dirige a nosotros no es la misma: el narrador es viejo, su voz quebradiza y desgastada muestra un estilo que parece propio de largos años vividos. Pero la cita de Bernhard nos muestra la desconfianza que hemos de tener con el narrador, con la historia, con los libros y, centralmente, con el lenguaje:
El lenguaje es inútil cuando se trata de decir la verdad, de comunicar cosas, sólo permite al que escribe la aproximación, siempre, únicamente, una aproximación desesperada y, por ello, dudosa, al objeto; el lenguaje sólo reproduce una autenticidad falsificada, una deformación espantosa, por mucho que el que escribe se esfuerce, las palabras lo aplastan todo contra el suelo y lo dislocan todo y convierten la verdad total en una mentira sobre el papel.
Así no ha de confundirnos que durante el resto del relato muestre, intermitentemente, un fuerte impulso vitalista, su propia luz al final del túnel, su escape a la ciudad cuando está entre camillas con enfermos terminales escupiendo esputo en botellas de vidrio, su pasión por la música en una clínica regida por viejos nazis, la inyección casi cercana al amor que le produce Los demonios de Dostoyevski o sus visitas a un parque para leer a Baudelaire y a Trakl. No ha de extrañarnos que de un relato plagado de muerte y odio, salga, asomándose tímidamente, una oda a la vida, como si dentro de un disco de Radiohead sonara un hit de los Beatles que sólo sabemos ver al final.
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