jueves, 26 de agosto de 2010

Instrucciones para estar jodido: Thomas Bernhard


El frío: el libro pretende (si es que los libros tienen pretenciones) ser autobiográfico, aunque, para variar, desconfío. O simplemente es otro tipo de ficción llamada "memorias", lo que la convierte no en un conjunto de recuerdos, sino en el recuerdo de unos recuerdos puestos por escrito, literaturizados, diríamos. Pero digamos memorias. Estas memorias están ambientadas en el período de posguerra en Austria, pero no son unos relatos de lo mal que lo pasaban todos. No. Es un relato sobre lo mal que él lo pasaba. Sus motivos son bastante convincentes: estaba internado en Grafenhoff, una clínica a las afueras de la ciudad (no recuerdo cuál) en la que se trataba a los enfermos de pulmón. Aclaro: enfermos de pulmón = Grafenhoff = (o casi)  Tuberculosis=Muerte. Es decir, el protagonista se encuentra en una especie de antesala de la muerte, rodeado de potenciales cadáveres en un corto período de tiempo. Con dieciocho años, con su madre muriendo por un cáncer de matriz y con el reciente fallecimiento de su abuelo, sus expectativas no son excesivas, y esta amargura mancha todas las páginas de El frío, páginas plagadas de enfermedad, muerte y literatura. Y a pesar de la brevedad del libro la atmósfera es densa, los pensamientos son misántropos, desesperados y no hay puntos y aparte, lo que contribuye a cargar aún más al libro de ese halo de pesimismo. Eso sí: aunque el protagonista tenga dieciocho años la voz que se dirige a nosotros no es la misma: el narrador es viejo, su voz quebradiza y desgastada muestra un estilo que parece propio de largos años vividos. Pero la cita de Bernhard nos muestra la desconfianza que hemos de tener con el narrador, con la historia, con los libros y, centralmente, con el lenguaje:
El lenguaje es inútil cuando se trata de decir la verdad, de comunicar cosas, sólo permite al que escribe la aproximación, siempre, únicamente, una aproximación desesperada y, por ello, dudosa, al objeto; el lenguaje sólo reproduce una autenticidad falsificada, una deformación espantosa, por mucho que el que escribe se esfuerce, las palabras lo aplastan todo contra el suelo y lo dislocan todo y convierten la verdad total en una mentira sobre el papel.
Así no ha de confundirnos que durante el resto del relato muestre, intermitentemente, un fuerte impulso vitalista, su propia luz al final del túnel, su escape a la ciudad cuando está entre camillas con enfermos terminales escupiendo esputo en botellas de vidrio, su pasión por la música en una clínica regida por viejos nazis, la inyección casi cercana al amor que le produce Los demonios de Dostoyevski o sus visitas a un parque para leer a Baudelaire y a Trakl. No ha de extrañarnos que de un relato plagado de muerte y odio, salga, asomándose tímidamente, una oda a la vida, como si dentro de un disco de Radiohead sonara un hit de los Beatles que sólo sabemos ver al final.

martes, 17 de agosto de 2010

  Se decía a sí mismo que un acto así era execrable, que el poder no daba autoridad, que la fuerza no hacía la verdad, que las órdenes nada tenían que ver con la justicia. No estaría dispuesto a pasar otra vez por el desarraigo, la opresión, los constantes traslados, la obligación, la sumisión, el castigo. Se decía a sí mismo que no podía ser que él, con sus grandes cualidades, como su alabada inteligencia, su reconocida valentía y su más que probada vivacidad, fuera relegado al último de los escalones donde cualquier persona que superara el metro sesenta se le presentaba como un superior y él era el último de los subalternos. Agachar la cabeza y obedecer, síseñor y noseñor. Pero algún día eso se acabaría, cuando alcanzara poder, se liberase de las enormes manos que lo apretaban. Deseaba la libertad como lo haría un esclavo, como un reo. Sabía, además, qué es lo que le tocaba ahora, conocía todos los pasos. Es más, sabía casi exactamente lo que haría durante los próximos nueve meses, casi sin excepción: estaría encerrado en un calendario y sería sepultado por la arena del tiempo. Gritaba, gritaba y se retorcía, pero el dominio que ejercían sobre él era demasiado fuerte, las coacciones atroces y las posibilidades nulas. El callejón sin salida le llevó al llanto y a la rendición; ya estaba ahí, a la puerta del colegio. Se tranquilizó, tomó aire, se enjugó las lágrimas en la manga del uniforme y, con la cara aun algo descompuesta, se despidió de sus padres y entró. Tal vez, después de todo, no sería tan malo.


Henri Cartier-Bresson

lunes, 16 de agosto de 2010

Relectura: Borges, Bolaño y el gaucho.

"El Sur" y "El gaucho insufrible", dos modos de representación del relato.

Me había engañado (yo a mí mismo). Mientras estaba releyendo "El Sur" de Borges me di cuenta de que no lo estaba haciendo, es decir, que no lo estaba releyendo sino que más bien lo estaba leyendo por primera vez. La página de Ficciones donde comenzaba el cuento estaba señalada mediante un doblez en su esquina superior, lo cual suele significar "mierda, es bueno". Mais non. El doblez en su esquina superior significaba, esta vez, "por leer para alimentar mi energía superyoica de ávido lektor, pero más  luego". Asín que no lo leí en su momento. Y lo dejé marcado. Y esta relectura que no fue tal me llevó a una relectura, esta vez verdadera, de un relato de Bolaño que me había hecho creer que sí, efectivamente, había leído "el Sur" cuando no.
¡Y saqué conclusiones!

Primero: Los links a los cuentos: El sur y El gaucho insufrible

Después, un poco de música:

Y ahora la mierda.

El sur:
Juan Dahlman, hombre de ciudad, se siente hondamente argentino y criollo. La literatura y su edad le han llevado a identificarse con la figura del gaucho. Un accidente que le provoca una súbita enfermedad y una septicemia que le hace bordear la muerte le animan a buscar un destino más romántico que el de la vida porteña y decide marcharse al campo, a vivir en una estancia que aun conserva. Su único acompañante es un tomo de Las mil y una noches. También le acompañaba un profundo sentimiento de cambio:
La soledad era perfecta y tal vez hostil, y Dahlmann pudo sospechar que viajaba al pasado y no sólo al Sur.
Pulpería

 El proceso de introducción al campo es paulatino y se va produciendo ya en el tren. Este proceso es muy cuidado por Borges quien era consciente que para introducir la fantasía (aunque este cuento no sea fantástico) hay que proceder con cautela, con pequeños destellos antes de la gran ficción, de lo más inverosímil (ver "El arte narrativo y la magia" en Discusión). En este caso, el campo se prefigura como un lugar mítico, más cercano a la imaginación de Borges (o de un imaginario colectivo alimentado por el Martín Fierro) que a un plano real. Así, cuando entra a la pulpería, después de bajarse en la estación, se encuentra con unos personajes que ya entran en este plano mítico. 
En el suelo, apoyado en el mostrador, se acurrucaba, inmóvil como una cosa, un hombre muy viejo. Los muchos años lo habían reducido y pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de los hombres a una sentencia. Era oscuro, chico y reseco, y estaba como fuera del tiempo, en una eternidad. Dahlmann registró con satisfacción la vincha, el poncho de bayeta, el largo chiripá y la bota de potro y se dijo, rememorando inútiles discusiones con gente de los partidos del Norte o con entrerrianos, que gauchos de ésos ya no quedan más que en el Sur.
A esta figura del viejo gaucho se suman la de otros parroquianos que estaban en la pulpería, borrachos, compadritos, y que originarán el conflicto con Juan Dahlmann cuando este, intentando comer, es burlado por los jóvenes. Al principio se amilana, se refugia en su ejemplar de Las mil y una noches, pero finalmente decide aceptar su destino, elegir su muerte, y así, amenazado por el cuchillo que baraja el pendenciero, recibe  un facón que le arroja el viejo gaucho a los pies para luchar, aunque no sepa cómo hacerlo, aunque el tomar el cuchillo sea la excusa para su muerte.
Dahlmann empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la llanura.
Así, aunque estemos casi seguros de la muerte de Dahlmann y de su romántico desenlace, quedará un hueco para los optimistas.

El gaucho insufrible:
Este cuento está planteado por Bolaño como una reescritura del anterior. Juan Pereda, un juez, padre y abogado, viendo el colapso que se está produciendo en Buenos Aires gracias al corralito, y aburrido por su vida solitaria, decide marcharse al campo, donde tenía una estancia bastante desvencijada que poco a poco irá reformando. Llama la atención a Pereda la ausencia de vacas y la presencia de conejos. Con suerte, consigue un único caballo que quedaba por la región para desplazarse.
Rápidamente, va familiarizándose con el territorio y con algún estanciero cercano, aunque su presencia todavía resulta extraña. Para no sufrir el mismo destino que Juan Dahlman (textualmente), decide entrar montado a la pulpería, para asombro de los presentes. Bebe, pide que le abran una cuenta, y escupe un gran gargajo cerca de los jóvenes para reafirmar su presencia y autoridad, y como entró, se marchó encima de José Bianco, su corcel. Ahí, contrata a dos gauchos sin oficio para ayudarlo a convertir la estancia Capitán Jourdan en una verdadera estancia con caballos y vacas, que extrañan profundamente a los conejos que pueblan la zona.
Pero el campo a Pereda a veces le decepciona, como cuando encuentra a los gauchos jugando al monopoly.
Cuando entraba en la pulpería un silencio respetuoso se extendía por el local. Alguna gente jugaba al truco y otros a las damas. Cuando el alcalde, un tipo depresivo, aparecía por allí, no faltaban cuatro valientes para echarse una partida de monopoly hasta el amanecer. A Pereda esta costumbre de jugar (ya no digamos de jugar al monopoly) le parecía bastarda y ofensiva. Una pulpería es un sitio donde la gente conversa o escucha en silencio las conversaciones ajenas, pensaba. Una pulpería es como un aula vacía. Una pulpería es una iglesia humeante.
La vida de Pereda, al margen de algunas visitas más o menos interesantes de la ciudad, era algo aburrida, o más bien tranquila, el tiempo se le dilataba. Así, una noche, decide enzarzarse en una pelea con unos gauchos peronistas, quienes al ver el cuchillo se alarman, se asustan, qué mosca le picó al viejo o algo así dicen.
Cuando, por motivos de trámites con la venta de su casa, tiene que volver a la ciudad, incluso duda si hacerlo en tren o en caballo. Opta por el sentido común, pero al llegar sigue siendo un extraño, un gaucho en Buenos Aires, quien se topa con un "cocainita" que se atreve a sostenerle la mirada y aún a amenazarlo, siendo víctima, finalmente, de un cuchillazo de Pereda en la ingle. Piensa en quedarse en la ciudad y convertirse en un justiciero pero finalmente vuelve al campo, donde lo sufren en silencio, como a las hemorroides.

Bolaño, Borges y Cervantes
Decíamos que la figura del gaucho es mitificada por Borges en su relato, así como mitificase el Palermo de sus Ficciones por donde corrían cuchilleros que él jamás había visto:
Yo creí, durante años, haberme criado en un suburbio de Buenos Aires, un suburbio de calles aventuradas y de ocasos visibles. Lo cierto es que me crié en un jardín, detrás de una verja con lanzas, y en una biblioteca de ilimitados libros ingleses
Este tono mítico domina "El Sur", pero no es así con el relato de Bolaño en donde Pereda es un ser bastante quijotesco, influido más que por Cervantes, por el propio Borges. La literatura le lleva a creer que el campo es un lugar rudo, de varones muy viriles, de vacas, caballos, facones (y demás variedades de cuchillos) cuando en realidad es una tierra extrañamente yerma, donde la gente vive de cazar conejos, algo muy indigno para un gaucho, y donde los parroquianos juegan al monopoly en lugar de realizar otro tipo de actividades más supuestamente propias de los gauchos. Con esta mentalidad, se comporta como un loco ante los demás cuando entra montado a caballo en la pulpería o cuando intenta enfrentarse a dos gauchos que le rehúyen, tomándolo casi por un loco. Bolaño hace patente, en cierta forma, el mundo de la ficción en que habitaba Borges. Parece casi una visión satírica del Sur que ya no es tal, y que tal vez nunca lo haya sido.

Para acabar, hay un elemento más que diferencia sustancialmente a los dos cuentos y ese es Buenos Aires. Aunque en ambos relatos es un lugar de decadencia, la referencia histórica que añade Bolaño al situar el relato en la época del corralito concretiza y añade un barniz más de realidad, de sociedad, del que Borges, conscientemente, prescinde en casi todos sus relatos pero que Bolaño no esconde, sino que muestra que hay una Historia detrás de la historia.