Nací en el mismo país y año en que murió el Che Guevara. Soy de los que creció escuchando las canciones de los Beatles y los Rolling Stones que colocaban sus padres, y de los que leyó curioso, ya convertidas en graffiti, esas frases que nos dejaron los estudiantes de la revuelta de mayo del 68 en París: “la imaginación al poder”, “prohibido prohibir”. Como muchos chicos sudamericanos, pasé los años de mi infancia y adolescencia bajo gobiernos dictatoriales. Eso alimentó mi nostalgia por los sesenta, condensados en ese simbólico mayo.
Pertenezco a una generación que tuvo una curiosa fascinación por un tiempo que no le tocó vivir. Quizás por eso fue que, cuando tuve la oportunidad de continuar mis estudios en los Estados Unidos, decidí postular a Berkeley. Berkeley era uno de los epicentros del cataclismo generacional de los años 60: allí se originó, en 1964, el Free Speech Movement, que pedía permitir la actividad política en el campus y respetar los derechos de los estudiantes a opinar. Fue allí también, en 1965, donde se iniciaron las protestas contra la guerra en Vietnam.
A principios de los noventa, las cosas habían cambiado en Berkeley. Continuaba el fervor de los estudiantes por involucrarse en todo tipo de causas “progresistas”, pero ahora todo parecía una parodia de los años sesenta: sí, estaban los movimientos por la causa del Tibet y por los derechos del pueblo palestino, pero también se podía encontrar el apoyo a Sendero Luminoso, “heroíco grupo de avanzada” en la lucha de los “hermanos del Tercer Mundo” contra el capitalismo. Hubo en 1992 una huelga de los estudiantes de maestría y doctorado que enseñábamos clases: queríamos que se nos reconociera el derecho a formar un sindicato, pues no sólo éramos estudiantes sino trabajadores. No enseñamos durante dos semanas, y hacíamos piquetes de huelga en torno al campus a lo largo del día. Lo nuestro no tenía la grandilocuencia de las causas de los sesenta, pero estábamos seguros de que pedíamos lo justo y confiábamos en que una universidad progresista como Berkeley nos daría la razón. Nos equivocábamos: el rector tomó una línea dura, y el movimiento fue destazado. Debimos volver a clases para la semana de exámenes, humillados: si no lo hacíamos, perderíamos nuestras becas. Muchos estudiantes del doctorado terminaron dejando la universidad.
Así como los que enarbolaban la bandera de Sendero Luminoso no aprendían de las ingenuidades cometidas por los intelectuales y estudiantes de mayo del 68 en su lucha contra el capitalismo –su elogio sin reservas al “camarada Mao”, por ejemplo--, nosotros parecíamos no haber aprendido que las protestas en Berkeley habían terminado con la derrota del movimiento estudiantil en 1969, cuando Ronald Reagan, entonces gobernador de California, decidió mandar a la Guardia Nacional a enfrentarse con los estudiantes en People’s Park. El Che había muerto, los tanques rusos habían entrado a Checoslovaquia, y en América Latina las fuerzas de la derecha se preparaban para asaltar el poder y responder violentamente al avance del comunismo y de los ideales de la contracultura. Hubo, todavía, algunos escarceos triunfales de la izquierda (la victoria de Allende en Chile), pero, en general, los setenta fueron la década de la reafirmación del orden establecido.
A mediados de los noventa, con el retorno de la democracia, los jóvenes de la clase media ya nos habíamos adaptado rápidamente al modelo neoliberal. Habíamos llegado a la conclusión de que los movimientos de cambio social estaban destinados al fracaso, y que la utopía de una sociedad igualitaria era eso, una utopía. Fuimos, entonces, irónicos, distantes, escépticos. Se podrían haber sacado otras conclusiones de lo que ocurrió en los 60, como que resultaba más digno soñar en grande y fracasar que alcanzar el éxito a costa de suprimir cualquier riesgo. No hay que desconocer que las luchas de los 60 -que van más allá del mayo francés, por supuesto- permitieron grandes avances en materia de derechos civiles, aunque el capitalismo salió fortalecido.
En 2001 volví a Berkeley como profesor. Descubrí que, en una de las bibliotecas, la universidad había abierto el café Free Speech Movement. Era raro, pedir un capuchino en un café empapelado por fotos de Mario Savio y los otros líderes estudiantiles de los sesenta. Se podía comprar postales y fotos de las protestas. Una vez más, el poder establecido había absorbido a la oposición. Los años sesenta se van convirtiendo en un parque temático: es la forma en que el capitalismo de hoy incorpora la historia a su catálogo en exposición.
(Reportajes, La Tercera, 27 de abril 2008)
2 comentarios:
Esto me suena conocido, como a un Roland Barthes - El grado cero de la escritura, ahí te dejó la espinita, cuidado, también te puede tragar a ti!
Salud!
Ya estoy con los deberes.
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