Cierro la novela, de lectura bastante ágil y sencilla, entre otras cosas por el vocabulario, las grandes letras y las pocas páginas, con la sensación de que es totalmente innecesaria. Se me atragantó Auster:
El protagonista, Míster (sic) Blank se despierta en una habitación totalmente desorientado, débil, en un estado casi amnésico con una inmensa sensación de culpa. Está siendo grabado, pero lo que se nos cuenta no es sólo lo que pasa, sino también lo que siente, lo que piensa, manteniendo la intriga sobre su situación: desconoce si está realmente encerrado, qué ha hecho para tener esa sensación de culpabilidad generando así un espacio de conflicto del personaje tanto con la propia habitación como con su interior -unos fantasmas que le acosan cuando cierra los ojos-. Se van siguiendo en la habitación una serie de personajes que intentan aclarar ligeramente su situación y, a su vez, se mezcla la narración principal con una suerte de metatexto que lleva a confundir ambos planos. Lo que no se confunde es la falta de brillo en ambas historias: la primera por morosa y por unas técnicas narrativas que se hacen poco creíbles y en exceso evidentes y la segunda es, sencillamente, mala. Los juegos narrativos (más propios del relato breve) no cumplen la función en una historia que cae demasiado pronto, sin siquiera párrafos que alumbren a una prosa fácil en exceso, fláccida, y que roza el mal gusto sin necesidad de usar palabras mal sonantes. No es que sea un escritor que cuide particularmente el estilo ni que tienda a los ornamentos, pero la lectura se hace demasiado plana. El protagonista no termina de conectar con el lector y el abanico de personajes es en exceso esbozado. La metaliteratura, que finalmente hace acto de presencia como tema central, induce más a pensar en una reflexión de Auster que en una justificación de la obra.