jueves, 9 de julio de 2009

Viajes por el Scriptorium, Paul Auster


Cierro la novela, de lectura bastante ágil y sencilla, entre otras cosas por el vocabulario, las grandes letras y las pocas páginas, con la sensación de que es totalmente innecesaria. Se me atragantó Auster:
El protagonista, Míster (sic) Blank se despierta en una habitación totalmente desorientado, débil, en un estado casi amnésico con una inmensa sensación de culpa. Está siendo grabado, pero lo que se nos cuenta no es sólo lo que pasa, sino también lo que siente, lo que piensa, manteniendo la intriga sobre su situación: desconoce si está realmente encerrado, qué ha hecho para tener esa sensación de culpabilidad generando así un espacio de conflicto del personaje tanto con la propia habitación como con su interior -unos fantasmas que le acosan cuando cierra los ojos-. Se van siguiendo en la habitación una serie de personajes que intentan aclarar ligeramente su situación y, a su vez, se mezcla la narración principal con una suerte de metatexto que lleva a confundir ambos planos. Lo que no se confunde es la falta de brillo en ambas historias: la primera por morosa y por unas técnicas narrativas que se hacen poco creíbles y en exceso evidentes y la segunda es, sencillamente, mala. Los juegos narrativos (más propios del relato breve) no cumplen la función en una historia que cae demasiado pronto, sin siquiera párrafos que alumbren a una prosa fácil en exceso, fláccida, y que roza el mal gusto sin necesidad de usar palabras mal sonantes. No es que sea un escritor que cuide particularmente el estilo ni que tienda a los ornamentos, pero la lectura se hace demasiado plana. El protagonista no termina de conectar con el lector y el abanico de personajes es en exceso esbozado. La metaliteratura, que finalmente hace acto de presencia como tema central, induce más a pensar en una reflexión de Auster que en una justificación de la obra.

sábado, 4 de julio de 2009

MAYO DEL 68: DE LA REVUELTA AL PARQUE TEMÁTICO

Extraído del blog de Edmundo Paz Soldán

Nací en el mismo país y año en que murió el Che Guevara. Soy de los que creció escuchando las canciones de los Beatles y los Rolling Stones que colocaban sus padres, y de los que leyó curioso, ya convertidas en graffiti, esas frases que nos dejaron los estudiantes de la revuelta de mayo del 68 en París: “la imaginación al poder”, “prohibido prohibir”. Como muchos chicos sudamericanos, pasé los años de mi infancia y adolescencia bajo gobiernos dictatoriales. Eso alimentó mi nostalgia por los sesenta, condensados en ese simbólico mayo.

Pertenezco a una generación que tuvo una curiosa fascinación por un tiempo que no le tocó vivir. Quizás por eso fue que, cuando tuve la oportunidad de continuar mis estudios en los Estados Unidos, decidí postular a Berkeley. Berkeley era uno de los epicentros del cataclismo generacional de los años 60: allí se originó, en 1964, el Free Speech Movement, que pedía permitir la actividad política en el campus y respetar los derechos de los estudiantes a opinar. Fue allí también, en 1965, donde se iniciaron las protestas contra la guerra en Vietnam.

A principios de los noventa, las cosas habían cambiado en Berkeley. Continuaba el fervor de los estudiantes por involucrarse en todo tipo de causas “progresistas”, pero ahora todo parecía una parodia de los años sesenta: sí, estaban los movimientos por la causa del Tibet y por los derechos del pueblo palestino, pero también se podía encontrar el apoyo a Sendero Luminoso, “heroíco grupo de avanzada” en la lucha de los “hermanos del Tercer Mundo” contra el capitalismo. Hubo en 1992 una huelga de los estudiantes de maestría y doctorado que enseñábamos clases: queríamos que se nos reconociera el derecho a formar un sindicato, pues no sólo éramos estudiantes sino trabajadores. No enseñamos durante dos semanas, y hacíamos piquetes de huelga en torno al campus a lo largo del día. Lo nuestro no tenía la grandilocuencia de las causas de los sesenta, pero estábamos seguros de que pedíamos lo justo y confiábamos en que una universidad progresista como Berkeley nos daría la razón. Nos equivocábamos: el rector tomó una línea dura, y el movimiento fue destazado. Debimos volver a clases para la semana de exámenes, humillados: si no lo hacíamos, perderíamos nuestras becas. Muchos estudiantes del doctorado terminaron dejando la universidad.

Así como los que enarbolaban la bandera de Sendero Luminoso no aprendían de las ingenuidades cometidas por los intelectuales y estudiantes de mayo del 68 en su lucha contra el capitalismo –su elogio sin reservas al “camarada Mao”, por ejemplo--, nosotros parecíamos no haber aprendido que las protestas en Berkeley habían terminado con la derrota del movimiento estudiantil en 1969, cuando Ronald Reagan, entonces gobernador de California, decidió mandar a la Guardia Nacional a enfrentarse con los estudiantes en People’s Park. El Che había muerto, los tanques rusos habían entrado a Checoslovaquia, y en América Latina las fuerzas de la derecha se preparaban para asaltar el poder y responder violentamente al avance del comunismo y de los ideales de la contracultura. Hubo, todavía, algunos escarceos triunfales de la izquierda (la victoria de Allende en Chile), pero, en general, los setenta fueron la década de la reafirmación del orden establecido.

A mediados de los noventa, con el retorno de la democracia, los jóvenes de la clase media ya nos habíamos adaptado rápidamente al modelo neoliberal. Habíamos llegado a la conclusión de que los movimientos de cambio social estaban destinados al fracaso, y que la utopía de una sociedad igualitaria era eso, una utopía. Fuimos, entonces, irónicos, distantes, escépticos. Se podrían haber sacado otras conclusiones de lo que ocurrió en los 60, como que resultaba más digno soñar en grande y fracasar que alcanzar el éxito a costa de suprimir cualquier riesgo. No hay que desconocer que las luchas de los 60 -que van más allá del mayo francés, por supuesto- permitieron grandes avances en materia de derechos civiles, aunque el capitalismo salió fortalecido.

En 2001 volví a Berkeley como profesor. Descubrí que, en una de las bibliotecas, la universidad había abierto el café Free Speech Movement. Era raro, pedir un capuchino en un café empapelado por fotos de Mario Savio y los otros líderes estudiantiles de los sesenta. Se podía comprar postales y fotos de las protestas. Una vez más, el poder establecido había absorbido a la oposición. Los años sesenta se van convirtiendo en un parque temático: es la forma en que el capitalismo de hoy incorpora la historia a su catálogo en exposición.

(Reportajes, La Tercera, 27 de abril 2008)