viernes, 25 de junio de 2010

Quemadlos a todos

Fahrenheit 451.

Bradbury la publicó en el 53 y, aun así, es sorprendente la actualidad de la novela. Una breve sinopsis:
Los bomberos, en este futuro cercano al que nos introduce el autor, se dedican no a apagar incendios sino a provocarlos cuando hay libros de por medio en lo que constituye un acto represor pero que también pretende ser un reflejo de una sociedad que tampoco tiene interés alguno por la literatura ya que habla de cosas demasiado intangibles, poco reales, confusas, palabrería que escapa a la pura distracción que buscan para llenar las horas de sus agitadas vidas que transcurren entre el trabajo y la televisión-mural interactiva. Montag, el protagonista, es uno de estos bomberos. La peripecia se inicia cuando conoce a la joven Clarisse quien, mediante una serie de actitudes extrañas, insufla en él cierta curiosidad por hechos anodinos como la lluvia, el cielo y demás temas y objetos que pasan desapercibidos en una sociedad rápida, violenta y sedada, a la vez.
Su interés lo lleva a hacerse con un libro y a conocer a otro personaje, Faber, un viejo profesor de literatura (esta asignatura no se imparte desde hace años por falta de alumnos) que intentará descubrirle salidas a su situación y que le llevará, también, a empezar a pensar por sí mismo.
Más o menos.

Algunas cosas interesantes:

Pensar es un acto revolucionario aquí. Cuestionar ciertos mecanismos de la sociedad se convierte en un verdadero problema, aunque la podredumbre es visible. Por ejemplo la mujer de Montag. Ella intenta suicidarse, Montag encuentra su cuerpo y llama a unos médicos que la salvan, aunque realmente son técnicos especializados en gente que ingiere barbitúricos y que atienden a cientos de casos constantemente. Y ella lo ignora, pretende ignorarlo todo. En ningún momento se muestra consciente de lo que la llevó a la ingesta masiva de pastillas, está solo la punta del iceberg, pero hay algo más allí debajo.
Hablar. Hablar es una herramienta, también. Beatty, su jefe en el cuerpo de bomberos, utiliza la palabra como mecanismo de coacción y dominación. Es la retórica represiva y paternalista, mientras que Montag se muestra subversivo cuando, apagando el televisor-mural en el que su mujer y sus amigas se entretienen, propone algo que se termina revelando como una estupidez para su situación:
-Charlemos.
Este acto desencadena un estado de alerta, ya que inmediatamente se produce una discusión y Montag pierde el control. Control es lo que se pierde mediante la discusión. La palabra es un arma y se demuestra que mediante el entretenimiento se elimina la conversación y cualquier tipo de dialéctica. Por eso es por lo que, también, se eliminan los libros: porque son más peligrosos que los medios que se controlan fácilmente y que sirven todos al aparato represor que es el Estado.

El tema de la guerra, por otro lado, no creo que esté suficientemente tratado. Es pasado por el autor por encima, sólo como parte del decorado cuando podría habérsele dado más importancia y detallar más las causas y consecuencias de esta.

El futuro: no está claro. Es lo que se puede esperar de una novela decente, un final mínimamente abierto. El problema es que parece haber cierto componente elitista cuando Montag, después de escapar de la ciudad durante la guerra, se encuentra con unos marginados intelectuales que viven en el campo, ese espacio que escapa a la ciudad (por cierto, establecer este binomio a estas alturas me parece un poco ingenuo) y que muestran barbas bien cortadas y trajes azules. Son antiguos profesores de universidad ¿Qué significa esto? Son la élite de la sociedad, según establece el modelo maniqueísta de Bradbury, son ellos los que conservan el conocimiento y son conscientes, además, de que no sirve para mucho. Esto, me parece, también es un error. Los únicos que leen, por empezar, forman parte de una minoría restringidísima, el único elemento exógeno es el mismo Montag, pero a parte de él, no hay ninguna otra persona que escape a ese subgrupo de humanistas académicos desechados. Y también otra cosa, ¿realmente la cultura, los libros, no sirven para nada?

lunes, 14 de junio de 2010

The End

Había pasado ya doce meses desde que Zimmermann, último presidente de los Estados Unidos, se hiciera con el poder. Había llevado a cabo varias de las medidas propuestas en su programa electoral que parecían dividir aun más a la sociedad estadounidense: había legalizado ciertas drogas consideradas duras, obligó a los hospitales públicos y privados a realizar abortos siempre y cuando la ley lo permitiera, habí dejado de utilizar la palabra America para referirse a su país y ahora utilizaba ese término para hablar de todo el continente.

El núcleo más reaccionario de la cámara, sin embargo, estaba cada vez más maravillado con su gestión ultra-eficiente de los recursos y con el aumento de la seguridad ciudadana: Zimmermann, estaba claro, sabía contentar a quien quería. Se supo incluso que el capitán Mayer, figura central del ejército de los EEUU, se había convertido en su mano derecha; los medios para que esto ocurriera, y así me evito teorías infundamentadas, se desconocen.

Pero el principal reto para el presidente Zimmermann no habían sido sus medidas sociales, sino que su gran logro se situó en el exterior: mediante una serie de arduas negociaciones había conseguido un armisticio nuclear: ya ningún país, empezando por los EEUU, sería capaz de hacer volar el planeta.

Estas medidas parecían normales para el primer presidente de izquierda de la historia estadounidense, pero no por ello dejaban de constituir un hito de la política nacional e internacional. Además, el ciudadano medio, el buen estadounidense, se podía volver a sentir orgulloso de recuperar el centro de la economía y del avance espacial: el desarrollo de la NASA en un breve período de tiempo había sido sorprendente. Cuadruplicaron su presupuesto, que ya no destinaban en defensa, y se hicieron con el monopolio, adquiriendo observatorios japoneses y lanzaderas chinas a cambio de algunas concesiones políticas y comerciales. El mundo, cuya capital se sitúa entre Washington y California, vivía en una algarabía de la que participaban hasta los más escépticos. Lo único que miraba la gente era la CNN para enterarse de qué sería lo próximo que haría Zimmermann.

Con respecto a la observación del cielo, hubo un detalle que pasó por alto el mundo astronómico. Un meteorito colisionaría con la tierra en un período relativamente breve. En la NASA calcularon una semana. Pero la noticia no pareció sorprender demasiado al presidente. We are the United States of America, dijo a su secretario de estado con honda voz y gesto severo. Que nadie se entere, lo solucionaremos en breve.

A los seis días habían desaparecido el ministro de defensa, la cúpula de la NASA, el capitán Mayer y se habían tomado las principales bases aéreas. Todo debía seguir con naturalidad, nadie debía enterarse de esto.  No es que la Comunidad Internacional no supiera nada al respecto, pero para estos días empezaban exigir una inmediata explicación de su -supuestamente ya efectuada- solución al problema, ya que ellos eran los que tenían los medios para controlar la situación. Sin respuesta.

El sétpimo día, el presidente Zimmerman, habiendo dado una rueda de prensa en la que contradecía todas las anteriores ruedas de prensa que anunciaban el apocalipsis, calmó (o intentó calmar) a su país. We are the United States of America, dijo. Inmediatamente después, tomó un avión a California, donde se ubicó, con un daiquiri en la mano y un cigarrillo en la otra, en la playa de Santa Cruz, a la orilla del mar, a contemplar el fin del mundo.

sábado, 12 de junio de 2010

Caminaba hacia mi trabajo cuando escuché lo que un tío, aproximadamente de mi edad, le contaba a su amiga. No recuerdo las palabras exactas pero le decía algo así como que quería irse a Madrid para empezar de cero. Citaba a Rimbaud cuando decía: ¡Dejémoslo todo, si en algo apreciamos nuestra vida! Parecía escritor, oí que quería que lo publicaran. Otro más, pensé con un poco de pena. Seguramente le tocará encontrar algún departamento cochambroso en las afueras de la ciudad o, con menos suerte, lo timarán y se meterá en algún cuartucho de mala muerte en un barrio donde le darán la bienvenida. Después, tendría que encontrar trabajo, seguramente eventual, como camarero o dependiente en algún McDonald's o en un burger. Así empezaría a oler a frito a diario, a llenarse de comida basura y, en un parpadeo, se encontraría solo en una ciudad desconocida, pobre y gordo. Sus lecturas ya no le servirían de nada, no se encontraría a él mismo en los libros que siempre había leído. Entonces Fitzgerald le parecería un snob intragable, Zweig un viejo reaccionario y acomodado y querría matar a Vargas Llosa. Entonces tendría poca ropa y comenzaría a utilizar un par de camisetas viejas y oscuras y unos pantalones elásticos que ya le ajustarían demasiado. Entonces la depresión lo abordaría lentamente y, lentamente, dejaría de escribir. Sus manuscritos, una vez releídos, le parecerían excesivamente pretenciosos, le asquearía profundamente el tipo de narrador o poeta en que se había convertido y jamás tendría motivos para presentarse en una editorial. No terminaría suicidándose, desde luego, pero habría fracasado y tendría que volver, buscar un nuevo trabajo, reacomodarse en la casa materna y, una tarde, de camino a su trabajo, se habría encontrado, tal vez, con otro aspirante a escritor que le contaba sus deseos de marcharse a Madrid a su mejor amiga, para empezar de nuevo, diría, y, pasando de largo, se compadecería silenciosamente de él.
Imagen de Blindbird