miércoles, 27 de mayo de 2009

Papeles del cronopio




Este cuento se publicará próximamente en Papeles inesperados. Otro avance.

Volver sobre cosas ya escritas puede parecer demasiado fácil, pero en mi caso al menos siempre me ha sido más fácil inventar que repetir. Ocurre sin embargo que ciertas repeticiones, que prefiero llamar recurrencias, se me dan con la misma evidencia que diariamente nos da a todos la inevitable salida del sol. Y si esta cotidiana maravilla no nos asombra puesto que conocemos la relojería general del cosmos, hay otras repeticiones perceptibles en un dominio que ninguna ciencia ha explicado todavía, repeticiones que pertenecen a esos intersticios de lo habitual donde leyes que no son las de la física o la lógica se cumplen de una manera casi siempre inesperada. Todo esto para decir que anoche entré una vez más en esa zona de arenas movedizas, y que trato ahora de contarlo para esos lectores a quienes también les pasan cosas así y no las desechan como meras coincidencias.

Hace años que conozco a Michel Portal y que admiro su prodigiosa capacidad de instrumentista. Usted le alcanza cualquier variedad de saxo, flauta, clarinete, fagot, trombón, quena, clavecín y hasta el difícil y secreto bandoneón, y Michel lo vuelve música, y qué música. Así, para abreviar la biografía, lo mismo se lo encuentra como solista en un concierto de la llamada música clásica (Brahms y Schumann no tienen secretos para él) como mezclado en la compleja telaraña de una obra de Stockhausen; pero apenas le queda un poco de tiempo libre, Michel arma un cuarteto o un quinteto de jazz y ahí es la entrega y la creación en libertad, la invención de quien pasa de un instrumento a otro con la gracia de un gato jugando con ovillos de lana. Ocurre que somos amigos pero nos vemos apenas, andamos por órbitas tan diferentes, cuando lo busco está en el Japón o viceversa, pero anoche descubrí que su grupo actuaba en una cave de París y me largué para escucharlos y por lo menos charlar dos minutos con Michel, es así como se vive en este siglo donde se ha perdido toda armonía entre el tiempo y nosotros, entre la infinita variedad que nos rodea y nuestra cada vez menor disponibilidad para abrazarla. Señalo de paso -es parte de este todo incomprensible que quisiera por lo menos insinuar- que la víspera yo había estado a punto de ir a escuchar a Michel y que circunstancias nimias me obligaron a dejarlo para la noche siguiente.

Desde el fondo de la cave humosa y gótica y llena de pelos y de barbas y de hermosas criaturas de todo sexo, escuché a Michel y a su quinteto. ...l me reconoció mientras disponía sobre una mesa los cinco o seis instrumentos que utilizaría, y me hizo un gesto de saludo. Tocó -tocaron- admirablemente, improvisando casi una hora sobre temas que se iban abriendo y multiplicando como un follaje de árbol. El jazz no impide pensar (la improvisación tiene sus caídas inevitables y en esos huecos momentáneos uno se reencuentra y vuelve a su mundo mental); en algún momento me acordé de mi primer contacto con Michel en el festival de Avignon y de cómo en un café él me había hablado de mi relato "El perseguidor". Viniendo de un músico, y qué músico, su preferencia por ese cuento me había dado una de esas recompensas que justifican toda una vida, y mi manera de decírselo fue hablar largamente con él de Charlie Parker, el hombre Parker y no ya el personaje de mi relato. Su amor y el mío por la música del Bird nos hizo amigos para siempre.

Yo había pensado en todo eso escuchando a Michel, aunque nada hubiera de Charlie Parker en lo que se tocaba esa noche, y después llegó el intervalo y Michel cruzó la sala para encontrarse conmigo. Siempre un poco perdido, un poco en otra cosa, sentí que ahora estaba más allá que nunca de lo que la gente llama normal. Nos abrazamos, le dije de mi felicidad al escuchar su música. "No, no", se defendió apretándome el hombro con una mano como si también yo estuviera a punto de convertirme en uno de sus instrumentos. "No, esta noche es otra cosa, verte ahí y de golpe, de golpe?" Nos mirábamos, yo esperaba sin saber qué. "Es increíble", dijo Michel, "que estés aquí esta noche, Julio. Vengo de tocar en otra parte, estuve tocando con un saxo que me prestaron, un saxo increíble de viejo y gastado, con iniciales de nácar y una boquilla casi inservible. Olía a incienso de iglesia, te das cuenta, tocar en él era?". Su deslumbramiento y su angustia batallaron en un largo silencio, en sus ojos clavados en mí. "Adivina, Julio, adivina de quién era." No había nada que adivinar, la figura estaba cerrada, la maravilla cumplida. "El saxo del Bird ", dije, y Michel que acaso había temido que en ese instante todo se viniera abajo, se apretó contra mí, feliz, como temblando. Supe que la viuda de Charlie Parker estaba en París, que ese saxo estaba destinado a un museo (hay uno muy simple y pobre y hermoso en Nueva York) y que las cosas habían girado y se habían ordenado para que esa tarde Michel pudiera tener entre las manos el saxo del Bird , acercar los labios a esa boquilla donde había nacido el prodigio de Out of Nowhere , de Lover Man , de tantos y tantos saltos a lo absoluto de la música, de eso que malamente yo había tratado de decir en "El perseguidor".

Nadie, claro, se dio cuenta de lo que ocurría entre Michel y yo. Me quedé todavía un rato y me fui sin volver a verlo. Nos seguiremos encontrando aquí y allá, pero si no es así ya no importa. La figura se cerró anoche, eso que llaman azar juntó otra vez tanta baraja dispersa y nos dio nuestro instante perfecto fuera del tiempo idiota de la ciudad y las citas a término y la lógica bien educada. Ahora ya nada importa, realmente; anoche fuimos tres, anoche lo vimos junto a nosotros desde el otro lado.

(1979)

 

martes, 26 de mayo de 2009

XXIX

Zumba el tedio enfrascado
bajo el momento improducido y caña.

Pasa una paralela a
ingrata línea quebrada de felicidad.
Me extraña cada firmeza, junto a esa agua
que se aleja, que ríe acero, caña.

Hilo templado, hilo, hilo binómico
¿por dónde romperás, nudo de guerra?

Acoraza este ecuador, Luna.

lunes, 18 de mayo de 2009

Gamoneda sobre Benedetti

Me parecería insultante ponerme a alabar a Benedetti como se lo conoció mayoritariamente, como poeta. Si puediera parecerle, hasta a Benedetti le parecería mal que lo hiciera. Como poeta solamente pudo exasperarme, pero como narrador sí que le quería. Digamos que le quería -litearariamente- como a un tío con bigotes, gracioso, resignado, más agudo de lo que parecía y con un joven peleando dentro. Estas imágenes (en mi mente) evocan tanto a Mario como a mi tío. Dejo acá una reflexión de Gamoneda que suscribo.

"Su muerte me ha entristecido. Era un hombre necesario que destacó por su honradez intelectual y capacidad de crítica. Lo que intentó hacer lo hizo bien. Cumplió su propósito ampliamente. Respeto su manera de entender la poesía pero no la comparto. Para mí, la palabra meramente informativa y la crítica moral tiene su lugar en los periódicos, en la televisión, en los púlpitos si se quiere, pero la modalidad esencial del pensamiento poético no es ni reflexiva ni crítica sino un tipo de otra naturaleza, y determina un lenguaje que también es de otra naturaleza".

Buenas noches Benedetti.

domingo, 10 de mayo de 2009

Conferencia

La hora elegida para la conferencia era pésima. A las cuatro de la tarde sólo podía suplicar cafeína pero no me quedaba tiempo y mi salud ahora se toma estas cosas muy mal, teníamos que empezar ya. Nos acomodamos los tres; de izquierda a derecha: Natalia, una chavala dulcísima que era la que organizaba el acto; Lluís Andrés, otro escritor como yo, un poeta que hace años que no firma una línea. Huelga decir que el último era yo, el canoso de pelo largo que más hacía el gilipollas. La charla (porque las conferencias se hacen sobre un punto concreto ¿no?) era bastante libre por no decir que era un divague, que queda mal. Se supone que debíamos hablar de literatura, ¿pero qué podemos decir a estas alturas sobre la literatura? Hace más de diez años que nos olvidamos de reinventar esto y aquello, para nosotros es lo de siempre. Siempre es nuevo, pero es lo de siempre. En cualquier caso, lo que haríamos sería soltar una buena tunda de aforismos y sentencias, lo más densas posibles. Les diría algo así como que la literatura era para mí un lago perdido en un valle encarnado en mi mente. Este truco lo aprendimos con Lluís hará ya unos veinte años cuando éramos nosotros los que nos comíamos las preguntas antes de soportar el ridículo público de los poetas (porque lo hacían, sin ningún tipo de escrúpulos). Estos actos siempre fueron una patraña, más o menos necesaria, pero una patraña al fin y al cabo.

Comenzamos. No sé que dijo Natalia, aunque fue sobria. Si volvían a hacerme una presentación tan lameculos como la última vez, me volvería a largar, a mis años ya no quiero soportar tonterías.  Empezó Lluís hablando de los poemas que escribía hace diez años, cómo estos le perseguían por lo que tuvo que dejarlos en paz. El tío estuvo a punto de volverse majara. Iba contando las sílabas a todo el que hablaba, analizando cada figura retórica, dándole vueltas a sus poemas... Fue un cobarde, pero era un poeta. Es probable que le tuviera algo de envidia, yo había dejado de escribir poesía hacía aún más tiempo, no sé si por miedo o por vértigo, pero lo dejé. Eran “conmovedoramente malos” mis versos, como le dijo Oviedo a Cortázar. Mierda, eran jodidamente malos la mayoría, pero conservaba algunos con cariño. Cuando terminó de hablar el profesor Andrés (creo que le molestaba que le llamara así, aunque me da igual) empecé a soltar una serie de ideas que se me iban ocurriendo a medida que hablaba. Natalia me miraba a veces riéndose y otras veces con ganas de arrojarme un zapato. Si vivía de las palabras, tenía que saber aprovechar esa virtud. ¿Sabes que te puedes tirar horas y horas preparando una triste ponencia de cualquier gilipollez? No sé si lo entiende, pero eso para mí es muy valioso. El tiempo corre muy rápido como para que lo arroje al mar (o a un auditorio semivacío), me parece obsceno, así que desde ayer (para el público asistente o los cuatro gatos que vinieron que es lo mismo) solo leo novelas cortas o relatos. La poesía es un ejercicio tan fatuo como una novela larga, por consiguiente, paso de ellas. Tenía que decir algo, y fue lo primero que se me ocurrió.  Eso y que la poesía española de vanguardia era de guardería. Esto último aún me lo planteo. Borges se cagaba en la mitad de los géneros literarios y nadie le decía nada, aunque él lo hacía con más clase que yo. De todas formas no pude evitar sentir cierta tristeza al mirar en mi bolso los cantos de Pound y una novelita de quinientas páginas de Céline. Daba igual, sabía que mañana los críos apenas recordarían la mitad de lo que dije, se quedarían con las veces que dije que Cela era una mierda o que Vargas Llosa era una mierda o que los vanguardistas no sabían sacar la nariz de su culo. Al terminar, me aplaudieron más que a Lluís, no me preguntaron nada y nos fuimos a cenar. Mientras Natalia conducía, pensé en el rostro atónito de los chavales: son fácilmente impresionables.


Tengo una duda que me ronda: ¿la impresionabilidad es contagiosa? Se supone que tengo que ser un hombre maduro, consecuente, más frío (si cabe) pero no pude evitar una sensación de extrañeza e incluso de cierto orgullo pueril cuando me desperté con Natalia. No sabía cómo tratarla, joder, no soy Nabokov. Habían pasado muchas tías por este cuarto, pero si no se iban de noche, se largaban en cuanto se despertaban. Eran reglas no escritas, pactos tácitos. Pero ahí estaba ella, estirando su sueño en mis sábanas sin pudor y yo no sabía si preparar café o salir corriendo. Bajo ningún punto de vista me la quedaría mirando cómo dormía.


lunes, 4 de mayo de 2009

Uno de Buk



A la puta que se llevó mis poemas

 

A la puta que se llevó mis poemas

 

Algunos dicen que debemos eliminar del poema

los remordimientos personales,

permanecer abstractos, hay cierta razón en esto, pero

¡Por Dios!

¡Doce poemas perdidos y no tengo copias!

¡Y también te llevaste mis cuadros, los mejores!

¡Es intolerable!

¿Tratas de joderme como a los demás?

¿Por qué no te llevaste mejor mi dinero? Usualmente

lo sacan de los dormidos y borrachos pantalones enfermos en el rincón

La próxima vez llévate mi brazo izquierdo o un billete de cincuenta,

pero mis poemas no.

No soy Shakespeare

pero puede que algún día ya no escriba más,

abstractos o de los otros;

Siempre habrá dinero y putas y borrachos

hasta que caiga la última bomba,

pero como dijo Dios,

cruzándose de piernas:

"veo que he creado muchos poetas

pero no tanta poesía." 

sábado, 2 de mayo de 2009

Nuevo viejo cuento de Cortázar


Por el Gran Cronopio, que sigan saliendo a la luz.

Este es el link a la noticia y al cuento que me tomo la licencia de ofrecerles.


Por Julio Cortázar 

Llegaré a Estambul a las ocho y media de la noche. El concierto de Nathan Milstein comienza a las nueve, pero no será necesario que asista a la primera parte; entraré al final del intervalo, después de darme un baño y comer un bocado en el Hilton. Para ir matando el tiempo me divierte recordar todo lo que hay detrás de este viaje, detrás de todos los viajes de los dos últimos años. No es la primera vez que pongo por escrito estos recuerdos, pero siempre tengo buen cuidado de romper los papeles al llegar a destino. Me complace releer una y otra vez mi maravillosa historia, aunque luego prefiera borrar sus huellas. Hoy el viaje me parece interminable, las revistas son aburridas, la hostess tiene cara de tonta, no se puede siquiera invitar a otro pasajero a jugar a las cartas. Escribamos, entonces, para aislarnos del rugido de las turbinas. Ahora que lo pienso, también me aburría mucho la noche en que se me ocurrió entrar al concierto de Ruggiero Ricci. Yo, que no puedo aguantar a Paganini. Pero me aburría tanto que entré y me senté en una localidad barata que sobraba por milagro, ya que la gente adora a Paganini y además hay que escuchar a Ricci cuando toca los Caprichos . Era un concierto excelente y me asombró la técnica de Ricci, su manera inconcebible de transformar el violín en una especie de pájaro de fuego, de cohete sideral, de kermesse enloquecida. Me acuerdo muy bien del momento: la gente se había quedado como paralizada con el remate esplendoroso de uno de los caprichos, y Ricci, casi sin solución de continuidad, atacaba el siguiente. Entonces yo pensé en mi tía, por una de esas absurdas distracciones que nos atacan en lo más hondo de la atención, y en ese mismo instante saltó la segunda cuerda del violín. Cosa muy desagradable, porque Ricci tuvo que saludar, salir del escenario y regresar con cara de pocos amigos, mientras en el público se perdía esa tensión que todo intérprete conjura y aprovecha. El pianista atacó su parte, y Ricci volvió a tocar el capricho. Pero a mí me había quedado una sensación confusa y obstinada a la vez, una especie de problema no resuelto, de elementos disociados que buscaban concatenarse. Distraído, incapaz de volver a entrar en la música, analicé lo sucedido hasta el momento en que había empezado a desasosegarme, y concluí que la culpa parecía ser de mi tía, de que yo hubiera pensado en mi tía en mitad de un capricho de Paganini. En ese mismo instante se cayó la tapa del piano, con un estruendo que provocó el horror de la sala y la total dislocación del concierto. Salí a la calle muy perturbado y me fui a tomar un café, pensando que no tenía suerte cuando se me ocurría divertirme un poco.

Debo ser muy ingenuo, pero ahora sé que hasta la ingenuidad puede tener su recompensa. Consultando las carteleras averigüé que Ruggiero Ricci continuaba sutournée en Lyon. Haciendo un sacrificio me instalé en la segunda clase de un tren que olía a moho, no sin dar parte de enfermo en el instituto médico-legal donde trabajaba. En Lyon compré la localidad más barata del teatro, después de comer un mal bocado en la estación, y por las dudas, por Ricci sobre todo, no entré hasta último momento, es decir hasta Paganini. Mis intenciones eran puramente científicas (pero es la verdad, no estaba ya trazado el plan en alguna parte) y como no quería perjudicar al artista, esperé una breve pausa entre dos caprichos pera pensar en mi tía. Casi sin creerlo vi que Ricci examinaba atentamente el arco del violín, se inclinaba con un ademán de excusa, y salía del escenario. Abandoné inmediatamente la sala, temeroso de que me resultara imposible dejar de acordarme otra vez de mi tía. Desde el hotel, esa misma noche, escribí el primero de los mensajes anónimos que algunos concertistas famosos dieron en llamar las cartas negras. Por supuesto Ricci no me contestó, pero mi carta preveía no sólo la carcajada burlona del destinatario sino su propio final en el cesto de los papeles. En el concierto siguiente -era en Grenoble- calculé exactamente el momento de entrar en la sala, y a mitad del segundo movimiento de una sonata de Schumann pensé en mi tía. Las luces de la sala se apagaron, hubo una confusión considerable y Ricci, un poco pálido, debió acordarse de cierto pasaje de mi carta antes de volver a tocar; no sé si la sonata valía la pena, porque yo iba ya camino del hotel.

Su secretario me recibió dos días después, y como no desprecio a nadie acepté una pequeña demostración en privado, no sin dejar en claro que las condiciones especiales de la prueba podían influir en el resultado. Como Ricci se negaba a verme, cosa que no dejé de agradecerle, se convino en que permanecería en su habitación del hotel, y que yo me instalaría en la antecámara, junto al secretario. Disimulando la ansiedad de todo novicio, me senté en un sofá y escuché un rato. Después toqué el hombro del secretario y pensé en mi tía. En la estancia contigua se oyó una maldición en excelente norteamericano, y tuve el tiempo preciso de salir por una puerta antes de que una tromba humana entrara por la otra armada de un Stradivarius del que colgaba una cuerda.

Quedamos en que serían mil dólares mensuales, que se depositarían en una discreta cuenta de banco que tenía la intención de abrir con el producto de la primera entrega. El secretario, que me llevó el dinero al hotel, no disimuló que haría todo lo posible por contrarrestar lo que calificó de odiosa maquinación. Opté por el silencio y por guardarme el dinero, y esperé la segunda entrega. Cuando pasaron dos meses sin que el banco me notificara del depósito, tomé el avión para Casablanca a pesar de que el viaje me costaba gran parte de la primera entrega. Creo que esa noche mi triunfo quedó definitivamente certificado, porque mi carta al secretario contenía las precisiones suficientes y nadie es tan tonto en este mundo. Pude volver a París y dedicarme concienzudamente a Isaac Stern, que iniciaba su tournée francesa. Al mes siguiente fui a Londres y tuve una entrevista con el empresario de Nathan Milstein y otra con el secretario de Arthur Grumiaux. El dinero me permitía perfeccionar mi técnica, y los aviones, esos violines del espacio, me hacían ahorrar mucho tiempo; en menos de seis meses se sumaron a mi lista Zino Francescatti, Yehudi Menuhin, Ricardo Odnoposoff, Christian Ferras, Ivry Gitlis y Jascha Heifetz. Fracasé parcialmente con Leonid Kogan y con los dos Oistrakh, pues me demostraron que sólo estaban en condiciones de pagar en rublos, pero por las dudas quedamos en que me depositarían las cuotas en Moscú y me enviarían los debidos comprobantes. No pierdo la esperanza, si los negocios me lo permiten, de afincarme por un tiempo en la Unión Soviética y apreciar las bellezas de su música.

Como es natural, teniendo en cuenta que el número de violinistas famosos es muy limitado, hice algunos experimentos colaterales. El violoncelo respondió de inmediato al recuerdo de mi tía, pero el piano, el arpa y la guitarra se mostraron indiferentes. Tuve que dedicarme exclusivamente a los arcos, y empecé mi nuevo sector de clientes con Gregor Piatigorsky, Gaspar Cassadó y Pierre Michelin. Después de ajustar mi trato con Pierre Fournier, hice un viaje de descanso al festival de Prades donde tuve una conversación muy poco agradable con Pablo Casals. Siempre he respetado la vejez, pero me pareció penoso que el venerable maestro catalán insistiera en una rebaja del veinte por ciento o, en el peor de los casos, del quince. Le acordé un diez por ciento a cambio de su palabra de honor de que no mencionaría la rebaja a ningún colega, pero fui mal recompensado porque el maestro empezó por no dar conciertos durante seis meses, y como era previsible no pagó ni un centavo. Tuve que tomar otro avión, ir a otro festival. El maestro pagó. Esas cosas me disgustaban mucho.

En realidad yo debería consagrarme ya al descanso puesto que mi cuenta de banco crece a razón de 17.900 dólares mensuales, pero la mala fe de mis clientes es infinita. Tan pronto se han alejado a más de dos mil kilómetros de París, donde saben que tengo mi centro de operaciones, dejan de enviarme la suma convenida. Para gentes que ganan tanto dinero hay que convenir en que es vergonzoso, pero nunca he perdido tiempo en recriminaciones de orden moral. Los Boeing se han hecho para otra cosa, y tengo buen cuidado de refrescar personalmente la memoria de los refractarios. Estoy seguro de que Heifetz, por ejemplo, ha de tener muy presente cierta noche en el teatro de Tel Aviv, y que Francescatti no se consuela del final de su último concierto en Buenos Aires. Por su parte, sé que hacen todo lo posible por liberarse de sus obligaciones, y nunca me he reído tanto como al enterarme del consejo de guerra que celebraron el año pasado en Los Ángeles, so pretexto de la descabellada invitación de una heredera californiana atacada de melomanía megalómana. Los resultados fueron irrisorios pero inmediatos: la policía me interrogó en París sin mayor convicción. Reconocí mi calidad de aficionado, mi predilección por los instrumentos de arco, y la admiración hacia los grandes virtuosos que me mueve a recorrer el mundo para asistir a sus conciertos. Acabaron por dejarme tranquilo, aconsejándome en bien de mi salud que cambiara de diversiones; prometí hacerlo, y días después envié una nueva carta a mis clientes felicitándolos por su astucia y aconsejándoles el pago puntual de sus obligaciones. Ya por ese entonces había comprado una casa de campo en Andorra, y cuando un agente desconocido hizo volar mi departamento de París con una carga de plástico, lo celebré asistiendo a un brillante concierto de Isaac Stern en Bruselas -malogrado ligeramente hacia el final- y enviándole unas pocas líneas a la mañana siguiente. Como era previsible, Stern hizo circular mi carta entre el resto de la clientela, y me es grato reconocer que en el curso del último año casi todos ellos han cumplido como caballeros, incluso en lo que se refiere a la indemnización que exigí por daños de guerra.

A pesar de las molestias que me ocasionan los recalcitrantes, debo admitir que soy feliz; incluso su rebeldía ocasional me permite ir conociendo el mundo, y siempre le estaré agradecido a Menuhin por un atardecer maravilloso en la bahía de Sydney. Creo que hasta mis fracasos me han ayudado a ser dichoso, pues si hubiera podido sumar entre mis clientes a los pianistas, que son legión, ya no habría tenido un minuto de descanso. Pero he dicho que fracasé con ellos y también con los directores de orquesta. Hace unas semanas, en mi finca de Andorra, me entretuve en hacer una serie de experimentos con el recuerdo de mi tía, y confirmé que su poder sólo se ejerce en aquellas cosas que guardan alguna analogía -por absurda que parezca- con los violines. Si pienso en mi tía mientras estoy mirando volar a una golondrina, es fatal que ésta gire en redondo, pierda por un instante el rumbo, y lo recobre después de un esfuerzo. También pensé en mi tía mientras un artista trazaba rápidamente un croquis en la plaza del pueblo, con líricos vaivenes de la mano. La carbonilla se le hizo polvo entre los dedos, y me costó disimular la risa ante su cara estupefacta. Pero más allá de esas secretas afinidades. En fin, es así. Y nada que hacer con los pianos.

Ventajas del narcisismo: acaban de anunciar que llegaremos dentro de un cuarto de hora, y al final resulta que lo he pasado muy bien escribiendo estas páginas que destruiré como siempre antes del aterrizaje. Lamento tener que mostrarme tan severo con Milstein, que es un artista admirable, pero esta vez se requiere un escarmiento que siembre el espanto entre la clientela. Siempre sospeché que Milstein me creía un estafador, y que mi poder no era para él otra cosa que el efímero resultado de la sugestión. Me consta que ha tratado de convencer a Grumiaux y a otros de que se rebelen abiertamente. En el fondo proceden como niños, y hay que tratarlos de la misma manera, pero esta vez la corrección será ejemplar. Estoy dispuesto a estropearle el concierto a Milstein desde el comienzo; los otros se enterarán con la mezcla de alegría y de horror propia de su gremio, y pondrán el violín en remojo por así decirlo.

Ya estamos llegando, el avión inicia su descenso. Desde la cabina de comando debe ser impresionante ver cómo la tierra parece enderezarse amenazadoramente Me imagino que a pesar de su experiencia, el piloto debe estar un poco crispado, con las manos aferradas al timón. Sí, era un sombrero rosa con volados, a mi tía le quedaba tan

(circa 1955)

viernes, 1 de mayo de 2009

En el camino (On the road)



 Es difícil hacer una lectura de una novela con la etiqueta (siempre las etiquetas) de mítica. Teniendo en cuenta que fue escrita en el 51, esto resulta todavía más contingente. Aún así me pregunto, ¿es mítica como obra literaria, por renovadora, provocadora, iluminada, desesperada, frenética? ¿o tal vez es mítica por idolatría juvenil a Kerouac, por ser uno de los personajes más reconocidos de la generación Beat, por ser un libro que por algún motivo captó a miles de lectores? ¿Nada de esto? Ya veremos.

 

El lienzo donde se traza toda la novela es América. Se trata de Estados Unidos y México finalmente, pero así figura en la novela: América. Un largo recorrido de este a oeste, de oeste a este, de este a oeste otra vez (varias vueltas, algún descanso) y finalmente el Sur. El gran México, que hace las veces de tierra prometida y de puerta trasera de Estados Unidos como decía Guadalupe Ochoa. Las aventuras, los robos, el autostop, las mujeres, la juventud, el jazz y la carretera marcan el ritmo de la obra, un ritmo generalmente veloz, a veces más meditativo, patético e incluso tierno. Siempre claro y siempre al aire libre (o como mucho cubierto por el fino techo de los coches).

 

El tema principal corre paralelo a Dean Moriarty. Tenemos a Sal Paradise, alter ego de Kerouac, y a Dean Moriarty. Sus constantes viajes, su locura, su melancolía y su éxtasis son el raíl por el que nos hace correr desde el principio consiguiendo que el viento y los bichos de la carretera nos hagan llorar los ojos. De hecho, Dean opaca con su inmensa vitalidad al narrador (que no tengo tan claro que sea el protagonista principal). Es un personaje totalmente brillante, loco. Como dice Keroauc: “ un santo y un estúpido” que va robando coches, hablando, gritando, corriendo, imaginando, deseando, abandonando y volviendo constantemente a sus mujeres. Está también marcado por las drogas, aunque esto contribuye al personaje, no lo hace.

La cámara corre, corre locamente: pasa por Nueva York, se va hasta Nueva Orleáns, se mete en el oeste profundo y redneck , vuelve, vuelve a salir corriendo. El resto de los personajes están apenas trazados. Se pasa por ellos fugazmente, exceptuando a Marylou, Camille y Remi Boncoeur, a quienes llegamos a mirar a los ojos y a conocer un poco más allá de sus impulsos.

 

Sobre el estilo, la mayoría ya está dicho. Se habla de esta obra como paradigma de la prosa espontánea y se le compara con Parker, aunque veo mucho más a Los Subterráneos como ejemplo de este estilo. Esta última no es tan veloz, pero desde luego está mucho más cercano al estilo interpretativo del bop, enrevesado, con idas y vueltas y volando por encima de los acordes (del párrafo en este caso). En cualquier caso, es adictivo y veloz, te despeina y tiene algunos destellos poéticos magníficos: la melancolía, la huída, el bop, el hambre de vida, la voracidad.